Ser papá es un terrible acto de inconsciencia.

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Foto: Caracol TV / Juliana Lopera

Por Diego Rubio - @diegoru22

 

Me lo repitieron 1229 veces, si mis cálculos no fallan –y mis cálculos generalmente fallan–.

Fueron tipos de todos los calibres: un taxista, un conductor de Uber, un taxista reconvertido en conductor de Uber; un joven ejecutivo que no conoce un bus ejecutivo; un periodista arrancado que solo almuerza menú ejecutivo; un gringo de costumbres veganas pero adicto a las hamburguesas de res; un portero boyacense con narcolepsia; un hermano brasileño, otro hermano venezolano; un viejo decrépito, un baby boomer, un millennial; hasta un centennial que ni pelos en la axila debe tener me soltó la dichosa frasecita.

La escuché en tantos acentos y de personajes tan diversos que se me clavó en la cabeza como una verdad absoluta. Era un axioma, un hecho imposible de refutar. Así como de niño unos curas me juraron que Dios existe y que tiene barbita hípster y que anda en bata de chamán y que me lo debo creer porque sí, ya de grande, los hombres que me rodean me soltaron en coro esa sentencia perentoria. Y yo, que soy el rey de los huevones, me la creí.

Y dice así, o parecido: “Fresco, hermano, que eso de ser papá al principio ni se siente, los recién nacidos no hacen nada: solo duermen, cagan y lloran, la conexión con los pelaos viene después, cuando ya juegan, cuando ya hablan, cuando ya son personitas”.

Sí, “personitas”, usado siempre con ese diminutivo tan empalagoso. Como si no decirles “personas” les quitara cualquier carácter de humanidad y los convirtiera prácticamente en objetos inertes, que solo adquieren vida propia, vida de persona, cuando ya juegan, cuando ya hablan, cuando ya nos divierten; como si no aceptar que los recién nacidos también son seres humanos con todas las de la ley nos diera una licencia para no asumir la paternidad desde el minuto cero de vida.

Pero me estoy desviando. Así que retomo: según la sabiduría popular masculina, toca esperar a que los hijos de uno crezcan para ser un papá de verdad, un papá en mayúsculas, un papá con las cuatro letras. Mientras tanto, nuestros bebés prácticamente no existen. No basta con poner el veloz espermatozoide que fertiliza el óvulo bendito. No: eso de ser padre de familia es, al principio, simple reacción química: una cosa que pasa como por obra del mago Lorgia dentro del cuerpo femenino, prácticamente un experimento escolar de Feria de la Ciencia.

Así las cosas, la sentencia de mi círculo masculino reduce el papel posparto del papá de turno al de un espectador con acceso privilegiado a la madre y al niño –que todavía no es “personita” –. Un ayudante de lujo. Un secretario privado. Un empleado de confianza disponible 24/7. “Un mesero –me explicaba un amigo frente a la barrigota perfecta y majestuosa de Cristina, la hoy mamá de mis dos hijos, que es tan perfecta y majestuosa como esa panza a punto de reventarse–. Sí, usted debe portarse como un mesero, parce, siempre a la orden, nunca encima”. Ok.

Benjamín nació el 29 de agosto del 2014 a las 3 y 47 de la tarde, en el tercer piso de una clínica bogotana ruidosa. A pesar del pánico que siento por los quirófanos, estuve presente en la sala de parto, por supuesto, como mandan los cánones. El médico de turno, un tipo grandote y con voz de general, me ubicó detrás de Cristina, me ordenó que le sostuviera la espalda y la ayudara a respirar con cadencia. Eso era mejor que estar al frente de los hechos, pues decía que más de un padre primíparo y curioso había padecido efectos impotentes tras mirar el milagro de la vida a los ojos. En fin, que yo estaba ahí atrás, tranquilo, ocupando mi puesto de segundón, estrenándome como ayudante de lujo, mientras Benjamín se enfrentaba por primera vez, y a las patadas, a este mundo de mierda al que Cristina y yo decidimos traerlo.

Tres pujos –así decían las enfermeras–, un par de gritos secos, gasas, espátulas que entraban y salían quién sabe de dónde, tijeras cuyo uso prefiero no imaginar, un último pujo prolongado y sudoroso, llanto estridente y ahogado…

 

Fueron, en realidad dos llantos estridentes y ahogados: el de Benjamín y el mío. Solo una diferencia: Benjamín paró de llorar como a los cinco minutos. ¿Y yo? Yo lloré 13 días seguidos. ¡Trece días, sí! ¡312 horas chillando como protagonista de novela! ¡ ¡18.720 minutos de berreo constante y parejo!

Creo que nadie ha igualado esta marca vergonzante. A los 5 años soñaba con tener un récord… señores del Guinness, vengan a por mí, me pongo a sus órdenes, los estoy esperando con cheque en mano, tengo como testigo a la mamá de Benjamín, creo que ya logré un puesto de lujo en sus páginas.

Claro que podía contener el llanto por momentos. Cuando dormía, por ejemplo. Pero no exagero si les digo que lagrimeaba el 60 o 70 por ciento del tiempo. Miraba a ese chiquitín que ni podía abrir los ojos y lloraba –y no por lo feo que se veía–. Le cambiaba el pañal y lloraba –un poco del asco por el meconio, también–. Lo acostaba sobre mi pecho peludo y lloraba. Él lloraba y yo lloraba. Hacíamos un coro desesperante.

Desde que una enfermera me pasó a ese enano con cara de mico tití, desde que sentí entre mis brazos a ese escuincle hinchado, morado y amorfo, me rompí por dentro. Les juro: sentí que un bisturí perfectamente afilado me rasgó la tráquea y el corazón y el hígado y el intestino grueso y el delgado y me dejó un vacío que todavía no se me quita.

Entonces me bajé el tapabocas que forma parte del ajuar del “papito” en sala de parto, acerqué la cabeza enclenque de Benjamín y le susurré: “Tranquilo, llave, de ahora en adelante nada te va a pasar, voy a vivir para que seas feliz, para que seamos felices”. Acto seguido, lo apreté contra mi pecho roto –y con tetas nacientes de treintón medio sedentario–, cerré los ojos y le pedí perdón a mi papá por no haber entendido que él también vivió para que yo fuera feliz, para que fuéramos felices.  

Sí, la paternidad llega con un grado preocupante de cursilería. Hasta el más alfa de los machos, aquel semental con ínfulas de mariachi, ese varón de pelo grueso hasta en la espalda que pensó que nunca sería sensiblero y ridículo, se doblega ante la sublimidad de ser papá.

Obvio, la paternidad es amor. Y qué es el amor si no cursilería y sensiblería y ridiculez. Y lágrimas, por lo menos en mi caso. Todavía hoy me sudan los ojos cuando pienso en los primeros días de Benjamín, con esos dedos inflados que parecían salchichas de lata y esa cresta de gallina mal cuidada. Los que brotan ahora son lagrimones de felicidad, claro, pero también de angustia por el compromiso que supone ser responsable de un muñeco de carne y hueso. Y de miedo, de terror, de pánico. Y de cobardía. Y de dicha. Y otra vez de amor.

Ser papá es un terrible acto de inconsciencia: la escasez de sueño, la falta de espacios propios, el gasto de energía, la probabilidad latente de crisis marital, la preocupante sobrepoblación mundial, el desfalco económico que suponen los pañales y las vacunas privadas y los colegios bogotanos –que creen que educan mejor que Harvard y que sus “clientes” ganamos en yenes–… Pero no cambio mil noches de sueño profundo y mil tardes de ocio y mil millones de yenes por esos 13 días de llanto: los mejores 13 días de mi vida, sin duda.

Ya sé que ustedes, el público paciente que se ha tomado la molestia de leer estas palabras, está compuesto en su mayoría por mujeres. Y ya sé que muchas estarán pensando: “pero si parece que mi esposo no entiende lo duro que es tener hijos”; “pero este imbécil cómo habla con tanta propiedad de tener hijos, si nunca tuvo uno en la barriga”; “pero si el papá de mis hijos solo llora cuando pierde la Selección Colombia”…

Perdónenme, pero yo lo veo diferente: creo que la paternidad nos destroza de una u otra manera a todos los hombres: el taxista, el periodista, el hermano brasileño, el portero boyacense con narcolepsia… El problema es que nuestros papás, enseñados a ser de hierro –la debilidad era cosa de afeminados–, nos heredaron esas taras obsoletas y nos convencieron de que llorar era una muestra férrea de maricada. Y ya saben: los niños no lloran, boys don’t cry. Pero eso no es excusa para no asumirnos como papás de verdad, con todos sus derechos y también todas sus responsabilidades. 

Quién iba a creer que al final del día, cuando a los exjóvenes nos da por reproducirnos y nos empiezan a crecer esos senos masculinos insípidos e indignos, la vida se nos convierte en eso: llorar y criar, llorar y criar…

Me lo repitieron 1229 veces, sí. Y me lo pueden repetir 1229 veces más. Pero ya no me creo ese cuento tan estúpido: la paternidad se siente desde el pitazo inicial, y entra con toda, arrasa como un  tsunami. A mí me perdonan, pero ser papá es mil veces mejor que ser un ejecutivo millonario que no monta en ejecutivo. Y ojo: no se los dice cualquier mequetrefe; se los digo yo: el poseedor del récord Guinness de berreo posparto, el tipo más cursi y más ridículo que ha pisado este mundo, el papá de Benjamín y de Aureliano.


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