La importancia de una biblioteca básica en casa
Antiguamente se decía que el nivel de cultura de un pueblo se podía determinar según la capa de polvo que se acumulaba por encima de los libros de una biblioteca…
Hoy, las cosas han cambiado mucho. Por un lado porque los libros viejos y con polvo se botan y se venden como papel por miedo a los ácaros y a las infecciones que éstos pueden transmitir. Pero también porque pareciera que todos tenemos más libros en nuestros dispositivos tecnológicos que libros físicos en nuestra biblioteca.
Pensar que cada libro que compramos, para nuestros hijos y para nosotros, es una inversión es un concepto en desuso. Hemos adoptado la costumbre de ver los libros, y en especial los que les piden a los niños en el colegio, como objetos útiles o pragmáticos y una vez que cumplen su función – en tal grado o para tal edad - buscamos deshacernos de ellos para abrir espacio a otras cosas más válidas en casa.
La verdad es que los libros no tienen, como dice la canción, “ni edad, ni fecha en el calendario”. Cada vez que leemos algo, hacemos una nueva lectura y el libro nos dice algo distinto. No somos el mismo en cada momento y en cada libro podemos encontrar cosas especiales cada vez que lo leemos o recordamos. Todo depende del estado de ánimo, de lo que está pasando en ese momento en nuestras vidas y de la razón por la cual ese libro aparece en ese momento preciso.
Esa obra que en alguna oportunidad leímos muy rápido en primero o segundo de primaria porque era un deber escolar, puede tener un valor distinto cuando la releemos con la abuelita, el hermano menor o incluso cuando se juega a las muñecas y a ser maestros. Por eso, todo libro que compramos puede tener otra lectura y esa segunda o tercera puede ser aún más mágica que la anterior. Deshacerse del libro es impedir que el libro nos diga otras cosas.
Todo libro que leemos hace parte de nuestra historia: nos recuerda una anécdota en clase, un maestro que amamos u odiamos, un compañero que se sentaba a nuestro lado. Muchas veces lo importante no es el libro en sí lo que nos marca, sino la conexión que hacemos con él: lo que nos recuerda, lo que pensamos o reflexionamos cuando lo leímos, lo que aprendimos con él, las anotaciones que dejamos a lado y lado de la hoja y los garabatos que dejamos en los espacios en blanco.
Los buenos lectores son coleccionistas de libros, de recuerdos lectores y disfrutan ver en su biblioteca esos libros especiales. Poder ver en la biblioteca personal el crecimiento lector es una oportunidad maravillosa para entenderse y recuperar las palabras que en algún momento buscamos y aprendimos. Unos pocos libros, más que decorar el cuarto, reflejan quiénes somos y cuánto hemos madurado.
Los libros para niños son víctimas de este sacrilegio. Parecen salir de los cuartos y de las bibliotecas más rápido de lo que tardan en llegar a ellos. Los padres desocupan el espacio y los botan, porque ya lo leyeron o porque “no era tan bueno”. Y sin embargo esas historias cortas, simples y sencillas son útiles en algún momento. Con esos libros se puede hacer otras tareas: encontrar las figuras literarias que pide la profesora de lengua, recuperar la poesía que se necesita para la carta para la amiga, encontrar la ilustración que muestra cómo brilla el sol en las plumas del gallo.
Guardar un libro es querer la literatura; botarlo enseña que no tienen valor, que son bienes desechables. Atesorar los libros es enseñar a amar las palabras y lo que ellas permiten crear y decir. Cuidar, proteger y amar los libros es una manera de ser fieles y honestos con lo que decimos y respetar el valor de la palabra.
Para terminar, un proverbio hindú que resume todo lo dicho:
“Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora”.
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